En busca de la (in)felicidad

«Si lo tienes claro y luchas, al final lo consigues», dice nuestro campeón de marcha. ¿Qué pasa? ¿Que los demás no luchan?

En una conmovedora escena de En busca de la felicidad, el protagonista Chris Gardner (que encarna Will Smith) le dice a su hijo de cinco años (que encarna el hijo de Will Smith):

—Nunca consientas que nadie te diga que no puedes hacer algo. Ni siquiera yo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —asiente el niño.

—Si tienes un sueño debes protegerlo —sigue Chris—. La gente incapaz de hacer nada está todo el rato diciendo a los demás que tampoco pueden. Si quieres algo ve a por ello, y punto.

La acción transcurre en los 80. En aquella misma década mi amigo Carlos Luis M. entró a trabajar en una revista económica. Carlos Luis era un joven larguirucho y tímido, que trabajaba sus textos con la minuciosidad de un orfebre, como si fueran piezas de poesía. Esta lentitud le granjeó en seguida el predecible mote de “Carl Luis”, pronunciado igual que el plusmarquista mundial de los 100 metros lisos, Carl Lewis.

Aquella revista formaba parte de un conglomerado editorial crecido alrededor de otra publicación que explotaba la fórmula de sexo y política y que, a partir de la portada dedicada al tórax de una famosa estrella de cine, inició una ascensión imparable que la llevaría a vender un millón de ejemplares. Por la época en la que Carl Luis se incorporó, el grupo había comprado varios diarios regionales y estaba embarcado en una febril expansión. La propia revista económica era el spin-off de otra de información general que había sido a su vez un spin-off de la publicación que explotaba la fórmula de sexo y política. Era un sitio magnífico para ejercer el periodismo. Carl Luis me contaría tiempo después que en una ocasión vio cómo dos colegas (“dos redactores de a pie”, subrayó) se debatían en un mar de dudas porque no sabían si comprarse un BMW de la serie 5 o decantarse directamente por el Mercedes. Los caterings de los cierres eran legendarios. Mientras en Recoletos nos arreglábamos con una grasienta pizza con trozos piña (claro hallazgo gastronómico de una mañana de resaca), en su revista tenían camareros con pajarita que les servían vino de Burdeos y jamón ibérico en lonchas finas y pequeñas.

Pero el ser humano es insaciable y Carl Luis no se sentía realizado escribiendo de macroeconomía. Tampoco estaba satisfecho con su matrimonio, aunque acababa de tener un niño. Le atraían la historia y una compañera de administración.

A principios de los 90, Carl Luis se lio la manta a la cabeza. Dejó la revista y a su mujer recién parida y se mudó con la compañera de administración a redactar un tratado sobre la defensa estática en la España de la Reconquista. “Castillos, murallas, torres y cosas así”, me explicaría más adelante. “Un proyecto precioso”.

Como Chris Gardner, tenía un sueño. Decidió ir a por él, y punto.

NO ES TERRESTRE. Después de forrarse vendiendo acciones y libros, Gardner imparte ahora charlas motivacionales. Tuve la suerte de verlo en acción en octubre pasado, en el World Forum Business (WFB) de Milán. Hubo otros oradores brillantes. Me encantaron en particular Simon Sinek, Steven Johnson y Marcus Buckingham, pero ninguno de ellos dejaba de ser un terrícola. Quiero decir que los veías y pensabas que, con un buen guion y el entrenamiento adecuado, podías ponerte a su altura.

Gardner era de otra galaxia. La calma con que se movía, la sencillez con que se expresaba, el arte con que administraba los silencios: eso no se aprende, con eso se nace. Reconocías al superdotado que en la película resuelve el cubo de Rubik en lo que dura una carrera de taxi, ante la mirada alucinada de un socio del banco de inversión Dean Witter. Y entendías que una mente como la suya, consagrada al objetivo que sea (vender escáneres de densidad ósea o ser corredor de bolsa) termine triunfando.

Pero, ¿qué pasa cuando uno no posee una mente como la suya? Mucha gente cree que el éxito es una receta que cualquiera puede cocinar. Hay un gigantesco negocio editorial montado en torno a esta convicción. Cada día se venden miles de ejemplares de títulos como El sistema que nunca falla, La llave maestra, Siete pasos para convertir en realidad sus sueños, El camino hacia la riqueza, La escalera del éxito, Los 88 peldaños y, por si tanta escalinata le da pereza, Los vagos también triunfan.

Pero el éxito es más bien un club exclusivo y el WFB vendría a ser como la jornada de puertas abiertas. Una vez al año semidioses como Oliver Stone, el director de cine, o Felix Baumgartner, el tipo que se lanzó en paracaídas desde la estratosfera, se avienen a departir con los simples mortales. “Muchas empresas traen a sus directivos como recompensa”, dice Diego Gil, director general del foro. “Para ellos es un incentivo conocer a Baumgartner. Otras compañías aprovechan el encuentro para fidelizar a sus clientes. Este año IBM ha invitado a varios de ellos a comer con Oliver Stone”.

Pero en ninguna parte del prospecto se garantiza que esta dieta de conferencias obre prodigios. El WFB no vende el bálsamo de Fierabrás, ni lo pretende. El folleto que la organización nos facilitó estaba plagado de cautelas. Ponía que vivimos en un mundo “alocado” y “cambiante”, que requiere “líderes que no teman cuestionar sus propias hipótesis”. Y remachaba: “No se trata de planificar o improvisar. Ni de mantener o innovar. Ni de colaborar o controlar. Se trata de todo eso. ¿Contradictorio? Sí”.

He leído este material ya en Madrid y, al recapitular las intervenciones, debo confesar que el adjetivo “contradictorio” estaba bien elegido. Mientras Baumgartner proclamaba que “las cosas son imposibles porque decimos que lo son”, el restaurador Oscar Farinetti advertía que una sutil línea separa lo difícil de lo imposible y aconsejaba “concentrar el esfuerzo en lo difícil y no perder el tiempo con lo imposible”.

Simon Sinek recurrió a metáforas militares para ilustrar el liderazgo. “Un buen capitán”, vino a contarnos, “es el que reparte las raciones entre sus hombres y se queda sin comer si falta una. En caso de peligro, todos se baten por un jefe así”. Pero a continuación (o antes, ya no me acuerdo) el exdirector de recursos humanos de Inditex, Jesús Vega, nos desveló que las estructuras corporativas de inspiración militar ya no se llevan y que la mejor jerarquía es la que no existe. “En el trabajo hay que divertirse, las firmas visionarias como Virgin o Google se dedican a crear un ambiente festivo”.

Steve Wozniak, el cofundador de Apple, parecía suscribir la opinión de que cada uno debe consagrarse a lo que le gusta. Él desde luego había hecho toda la vida lo que le había dado la gana, pero esta absoluta autonomía se daba de bruces con el principio de que el grupo sabe más que el individuo, que defendía Steve Johnson. “El francés Édouard Scott”, nos dijo, “diseñó una máquina que recogía las ondas de sonido, pero la usó para transcribir conversaciones, no para reproducir música. Estaba cegado por un ángulo muerto. Todos lo estamos. Para gozar de una perspectiva completa necesitamos las sugerencias de los demás, desarrollar redes líquidas a nuestro alrededor”.

SIN CONCESIONES. Por debajo de esta marejada de superficie fluía, sin embargo, una corriente común. La noción (parece que razonable) de que hay que saber adónde se va. Trazar un plan y ejecutarlo implacablemente. El fracaso no es una opción.

Gardner es el paladín de este planteamiento. Como Baumgartner, cree que “todo lo que tienes en la cabeza es factible. Las ideas son energía y, si persistes, triunfarás”. La propia ejecutoria de Gardner es un ejemplo viviente. Sus orígenes no podían ser más desalentadores. Si fuéramos esclavos de las circunstancias, tendría que haber sido un borracho y un maltratador, igual que su padrastro. De hecho, anduvo dando tumbos una buena temporada. Empezó y dejó los estudios de medicina. Trabajó cuatro años en unos laboratorios, pero no le pagaban lo suficiente y los dejó para vender los famosos escáneres de densidad ósea. En la película se le ve siempre corriendo de un lado para otro con una caja blanca, del tamaño de una máquina de coser, colgada del brazo. En uno de esos paseos repara en un sujeto que sale de un aparatoso Ferrari. Le pregunta a qué se dedica, le responde: “Vendo acciones” y en ese instante decide que eso es lo que va a hacer él también.

Esa revelación pagana es lo que Gardner llama “encontrar el botón”. Todos tenemos algo que nos encanta, sin lo cual la vida carece de sentido. Puede ser tocar la guitarra, pilotar aviones o pintar paisajes. Da lo mismo. Es nuestro sueño y, una vez visualizado, hay que perseguirlo sin concesiones, igual que hizo Gardner para obtener una plaza en Dean Witter: renunciando si hace falta al matrimonio, a los amigos, a la casa. Lo único que él conservó fue a su hijo.

Hubo momentos difíciles, como cuando lo echaron del motel y debió dormir en un lavabo del metro. O cuando corría cada tarde para coger plaza en un albergue municipal. Pero nunca se puso a lloriquear ni le echó la culpa a nadie. Estaba ahí porque quería y, como le enseñó su madre, la caballería no iba a acudir en su rescate.

CURIE. “Cuando tienes una vocación debes invertir toda tu energía en ella”, nos exhortó Gardner en Milán. “Ese es el poder compulsivo del plan A. El plan B es una mierda. Si fuera tan bueno, sería el plan A. El plan B solo distrae del plan A”.

Y exhibió fotos de celebridades que habían sabido mantenerse fieles a su objetivo: Michel Jordan, Barack Obama o Andrea Pirlo, el centrocampista de la selección italiana (aquí el auditorio casi se viene abajo).

Podía haber añadido a Marie Curie. Veronique Greenwood recordaba hace poco en The New York Times Magazine los heroicos trabajos de la química francesa. “Hay toda una épica sobre la trágica suerte del genio que sufre para elevarse a las más eximias alturas”, aunque “no hay modo de saber lo que vas a encontrar al final del camino”. Y la realidad es que no compensa muchas veces. La inmensa mayoría.

“En las semblanzas de Marie Curie la anemia que contrae suena romántica, como la tuberculosis de un poeta”, continúa. Pero era un accidente laboral y, lo peor de todo, perfectamente evitable. Decenas de empleados de su laboratorio fueron expuestos a dosis letales de radiación, pese a que la relación con el cáncer estaba sólidamente establecida. Varios fallecieron, entre ellos una tatarabuela de Greenwood, Marguerite Perey. “Llenó un hueco en el sistema periódico [el francio]”, pero “pasó sus últimos 15 años luchando contra un espantoso cáncer de huesos”.

Ningún biógrafo se ocupa de estas víctimas. Homenajeamos a las Curie de la vida, aunque son una exigua minoría en el océano de las Perey.

También miles de personas escuchan cada mañana la voz interior que los anima a seguir un sueño. Tiran por la borda la seguridad de un trabajo decente y el calor de un hogar feliz y, por lo general, destrozan sus existencias.

Pero es pura estadística que a alguno le vaya bien. Ese es el que luego escribe el libro de autoayuda y hace la película.

FINAL. Coincidí con Carl Luis en las escaleras de La Gaceta… en noviembre de 2006. Lo encontré muy desmejorado. Había invertido los últimos ahorros en un bar que había tenido que cerrar y malvivía con las escasas colaboraciones que le iban saliendo. Estaba solo. La compañera de administración lo terminó dejando y había cogido “una habitación con derecho a cocina en el barrio de Salamanca, para estar cerca de mi hijo”.

Concluí que eran razones suficientes para tener mal aspecto, pero mientras bebíamos unas cervezas me confesó que además le habían diagnosticado un cáncer de hígado. “Estoy desahuciado, mi única ilusión es pasar unas buenas Navidades con mi hijo”, me dijo. Tampoco en eso lo acompañó la fortuna. El 12 de diciembre habíamos quedado a comer y me llamó para decirme que “si no me importaba” cancelaba la cita, porque lo tenían que ingresar. Cinco días después moría.

“Lo que nos llama la atención no suele ser lo más representativo”, escribe el economista Tim Harford. Nuestra percepción está deformada por lo que en psicología se denomina “sesgo de disponibilidad”. Cuando nuestra mente evalúa la posibilidad de que algo pase, no elabora complejos cálculos matemáticos. Tira de aquellos eventos que tiene más a mano, que suelen ser los que más nos han impresionado, no los más probables. Por eso nos asustan tanto los tornados y los tiburones, aunque matan mucho menos que el asma y las caídas en el baño.

Con el éxito ocurre lo mismo. Solo vemos a los que materializan su sueño, pero por cada Gardner que se hace millonario hay miles de Carl Luis que acaban en una habitación con derecho a cocina. El plan B es una mierda si lo comparamos con el plan A, pero no es tan horrible cuando consideramos todo lo que puede salir (y sale) mal.

“Es inevitable fijarse en los triunfadores”, escribe Harford, pero si pasamos por alto a los perdedores “corremos el riesgo de poner nuestro dinero y nuestro tiempo […] en el lugar completamente equivocado”.

Deja un comentario